jueves, 22 de diciembre de 2011

Quiero toparme con Dios para preguntarle si el dolor es una manifestación del amor. Porque, si es así, entonces, ¡oh!, estoy amando demasiado.

lunes, 11 de julio de 2011

Heme aquí...



Por: Christiane Garza
Me he encontrado en las inmundicias más tristes,
en los charcos más sucios
y en las mierdas más negras.
Ahí me he encontrado.

Me hallé en las pestes más temidas,
en las putas más enfermas,
en los fangos más pestilentes,
en las ropas más rascuaches
y en las manos más vacías.
Ahí es donde yo me he hallado.

He usurpado el miserable lugar de los perros callejeros moribundos,
de los orines de los briagos,
del tumor en el estudio médico,
del feto no deseado,
del criminal más repugnante
y del mendigo vomitado.

He pecado por haber deseado ser feliz
y me he condenado por haberme asesinado en vida.

Heme aquí,
con el único vestigio de aquello que fui antes de ser
la barbarie más abominable: una ortografía atinada.

Soy el desprecio del pobre,
la cicatriz abierta,
los intestinos, las víceras, los mocos, las flemas,
una y otra vez, la mierda.

La arena borra mis pasos,
el espejo rechaza mi presencia.

Soy el trago amargo y la oveja negra.
Soy el significado de la indiferencia.
Soy el alma que el diablo no pelea.
Soy aquel gusano que emerge del talón de un niño somalí.

sábado, 9 de julio de 2011

Las uñas largas de aquel arte



Por: Christiane Garza


Miro al tiempo,
las horas corriendo para escapar.
El sudor es un ser paralítico
con uñas largas en los pies.

Veo un camino
que me lleva al infinito,
un fuego inextinto
que me hace arder.

Donde las noches eternas se compactan,
las clarividencias son ríos de color,
las pupilas bien dilatadas
y las propulsiones sanguíneas a todo vapor.

Es un acto de fe
en donde el oscuro mirar es lo que pasa,
sin un maldito fragmento de moral;
es que así es esto del arte erótico, fatal.

Si bien, esas garras me rascan y me excavan,
no hay una gota que se sangre al caer.
Mis últimas ganas se extinguen y quedan
pedazos de uñas clavadas.

Donde las noches eternas se compactan,
las clarividencias son ríos de color,
las pupilas bien dilatadas
y las propulsiones sanguíneas a todo vapor.

Es un acto de fe
y ahora mi oscuro mirar es lo que pasa aquí.
Sin un maldito fragmento de pudor;
es que así es esto del arte y del amor.

¡Mírame arder, mírame arder!
Me arde... me arde.

La dueña de mis letras



Por: Christiane Garza

Creo en ella y sigo su curso
sin saber dónde voy cuando ella me guía.
Mi compañera a solas y mi eterna poesía,
llega a mí y simplemente juega, salta y vuela.

Mas hay en mí un limitante,
una pared que se alza no sé en dónde,
que se posa y se hunde en mi garganta
y enmudece mi voz cuando ella se ríe y se mofa.

Goza moviendo cada fibra de mi cuerpo
y lloro y me duermo en mi letargo cuando ella,
saliendo de un mundo mágico de extraños,
hace maravillas y luceros en cada estrofa.

Me levanto y lucho
contra confusiones e inocentes perdidos
y ella sigue provocando a toda costa, a cada instante,
la revuelta de mi alma, sin sentido.

Es mi verdugo y mi añoranza;
se cobija entre las lágrimas de mi risa, sin saber
que voy a mi corriente y la corriente de su cauce
no siempre va contra la mía.

¿Qué haría yo sin su presencia
ya en la calle, ya en la vida, ya en mi alma;
sin mi musa, sin violines y sin melodías de luz?
Jornalero que crees en tu trabajo
y le rindes cuentas claras pensando en tu gloria,
dime qué harías tú bajo el yugo de su espada.

Yo fabricaría sueños y fundaría ilusiones;
los deseos brincarían de alegría en mi mundo de algodón;
las doncellas, zapatillas y el humo no existirían,
sólo ella estaría en la fachada que he pintado... sólo ella.

¿Qué hago aquí? Le pregunto a mi amiga,
pues más que mi enemiga es amiga sin conocer.
Me responde entre notas, rima y banda sonora
que sueño mares y gotitas de arena en mi cabeza.

Limpio las tinieblas de mi mente
con su pañuelo dulcemente acobijado en mis entrañas.
Me acorrala y me presiona el corazón
y así me da una puñalada hermosa, tibia, calma.

Puedo estar lejos y ella sigue ahí
cómo un Dios que está allá arriba, en el que creo.
Y cada que me elevo con suspiros hechos trizas,
se funde en los volcanes de mi umbral, de mi deseo y mi concierto.

¿Será que tengo ojos de ilusiones?
¿O será que con sus manos toca mis latidos?
Busca y encuentra sentimientos tan profundos y ruidosos
en los bullicios del citrial que hay en mi calza.

Si pecados hay en mí,
mi pecado es tratar de poseerla.
O, más bien, quererme parecer a su coraza
o a las hadas que provoca siempre cuando escucho sus pisadas.

Esa que ha nacido desde el fondo de las bóvedas humanas,
esa que el rico y el pobre llevan,
esa que en los ancianos es signo de esperanza
y en mí, es princesa coronada con laureles.

Esa que es principio y fin de mi universo,
que sólo Dios tan perfecto pudo plasmar su copia en ella.
Ella, que es capaz de transportar el cargamento más preciado
que en cada siervo sometido a su condena es diferente.
"Música" se llama la dueña de mis letras.

¿De quién eres ahora?



Por: Christiane Garza

Mis pasos tienen voces que persiguen.
Ruge la bestia negra, tormentosa.
Gemidos pusilánimes sepultan
y matan como tumbas fulminantes.

Un frío centinela me escupía
incisivo, lastimero, tan cruel,
tan cínico. El mármol que se quiebra,
¡es la hora del escándalo indomable!

Medio vacío el vaso; escasean
las aguas que bebían de mi sed.
Blanca bruma que impide a la mirada
ser testigo del vicio que me colma.

El tacto leproso. La carne dura
se enfría, insatisfecha de placeres.
El tiempo que no sirve y el silencio
que no basta, asesina, incrimina.
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Finos tentáculos del nombre vasto
de quien anhelo la fragancia pura
me han exprimido las historias todas
y las razones y el saberte mío.

Obscurus


Por: Christiane Garza


Eres una oscuridad,
tu ceguera sofoca y magnifica.
Desato en ti las ganas de gritar mi nombre
para sentir tus silencios míos
y mis ecos, desnudándote.

El fin



Por: Christiane Garza

Mojado y espumoso. AMARILLO se abre camino entre los tranquilos vaivenes de su entorno cuando, de pronto, éstos se agitan vertiginosamente. ¿Qué se hace en estos casos? ¡Ah, sí... huír!

El sol de media tarde comienza a ocultarse y el hambre arrecia. Tiene que hacerlo rápido, en un movimiento gélido que termine con todo. ¡Va, decidido! La caña irrumpe entre las aguas como una espada lo hace en las entrañas.

La verdad, se lo esperaba, aunque más lento y con mayor dolor. AMARILLO se apaga al igual que el mismo tono apenas visible en el horizonte.

jueves, 30 de junio de 2011

El sabor de lo perdido


Por: Christiane Garza
Guido lo perdió todo por aquel pasto negro que crecía en su cuero cabelludo y que juró jamás podar, pues el cabello espeso y azabache fue la única herencia que recibió de su fallecida madre, a la que conoció poco antes de su muerte, después de una determinante y exhaustiva búsqueda por su pasado, de casa en casa.
   
A diferencia de sus contemporáneos, que se untaban todo tipo de menjurje con tal de conservar el orgullo masculino sobre sus cabezas, Guido hubiera deseado no haber nacido con esa abundante cabellera. ¿Quién hubiera pensado que en los años mozos, cuando su mata negra era la envidia de todos, después, esa misma selva cobraría venganza para convertirse en el yugo de quien alguna vez llegó a ser uno de los mejores chefs de Italia?

El orfanato di Albisola solo permitía la estancia de menores de dieciséis años, por lo que un día después de su cumpleaños, Guido abandonó sus gastadas instalaciones rumbo a un futuro incierto. Trabajó de carpintero, como limpiador de pipas y hasta de barrendero en una escuela; sin embargo, no fue hasta que sirvió en una relojería con el señor Pompozzi, que conoció las artes culinarias de su fiel esposa.

Pasta, ravioli, calzone, carpaccio…  los condimentos del tomate triturado y el ácido sabor de las aceitunas y alcaparras, se mezclaban en el inexperto paladar de Guido cada vez que la bella donna y su marido lo invitaban a cenar. El placer del incipiente comensal alcanzaba el punto más alto de la curva cuando el templado elíxir de uva fermentada se abría camino en su garganta.

-Mesero, mi lasagna tiene un capelli.-

-Scusa, me parece que lo que usted afirma es prácticamente imposible. Al menos en este ristorante.-

-¡Le digo que hay un pelo en mi comida! Hágame favor de llamar al chef.-

Guido caminaba a pasos lentos, como queriendo que el tiempo se muriera en el trayecto de la cocina a la mesa 5. No era la primera vez que pasaba y por alguna razón, tenía el presentimiento de que ahí acabaría el sueño que un día inició gracias al amable gesto monetario del señor Pompozzi y de su esposa, antes de que ambos decidieran  tomar rumbo hacia Sorrento para adentrarse románticamente en sus profundas aguas y terminar así, juntos, su cansada existencia.

El cliente, al parecer, no tenía un pelo de tonto. Bastó un breve intercambio de palabras y la prueba irrefutable de que uno de los gruesos cabellos de Guido había querido pasarse de listo, para que su ascendente carrera viera, inevitablemente, su fin.

Increíble. Era como si, de pronto, la blanca pulcritud de su delantal se hubiera manchado de tomate; como si las moscas hubieran hecho una fiesta sobre la carne y las legumbres, sin siquiera dignarse a invitarlo. Guido sintió lo mismo que experimentaba cada vez que emprendía una cruenta batalla contra el cochambre, sólo que esta vez no había una espátula que lo defendiera.

La verdadera batalla, ahora, la más importante, no tenía nada que ver con comida, fuego, narices o lenguas, ¡sino con su maldito cabello di merda! Él era el culpable; ¡esa maldita maraña viviente le había dado la espalda! Sabía que todo acabaría si dejaba caer uno de sus hijos suicidas al plato del cliente.

Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué cuando estaba a nada de recibir el Premio Nacional de Cucina, con el que, por primera vez en su vida, cataría el sabor del reconocimiento a otra virtud que no fuera el de la prominente cubierta de su cráneo?

¡Celos! ¡Sí!, la oscura melena no soportaba que algo más ocupara su atención, y con dolo y aires de protagonismo había tirado al blanco con su negro dardo de muerte.

¡Está decidido! Lo siento, capelli; no eres tú, soy yo.

La vieja navaja yacía inmóvil en el cajón junto a su cama. Los vastos árboles color de noche habrían de ser talados y sus esqueletos, enviados al cesto de la basura sin boleto de regreso. A pesar de su inactividad, la fría herramienta permanecía filosa y brillante… tanto, que daba miedo. ¡Era perfecta para la ocasión! Todos los vellos del cuerpo se erizaron en solidaridad con sus crespos colegas del norte; ¡qué trago amargo habrían de pasar en tan sólo unos instantes!

 De pronto, como si el alma de la difunta madre de Guido hubiera regresado a ejercer el poder castrante típico de su rol, que de haber sido posible lo hubiera proyectado en vida, al frustrado chef se le nubló la mente entre tanta cana y tanta arruga.

“Ricordare il tuo passato, ricordare il tuo passato”. Navaja en mano, Guido forcejeaba con su propio “deber ser” para acabar con su cabello, de tajo, tal como lo haría una guillotina sobre un cuello desnudo; sin embargo, su fuerte ascendencia ítalo-turca únicamente le permitió cortar un manojo pequeño. Guido rompió en llanto cuando el telón de su conciencia se abrió para revelar que lo que jamás podría cortar sería su cordón umbilical, aunque sólo hubiera convivido con su madre en su lecho de muerte y aunque ésta estuviera ya tres metros bajo tierra.

El italiano guardó la navaja... suiza, por cierto. Triste, se sentó sobre la cama; desesperanzado. Las manos sudorosas jugueteaban con la única evidencia de su más grande atrevimiento. Impotente, Guido intentaba abstraerse del momento, hilando los cabellos uno a uno. Hilando los cabellos, uno a uno. ¡Eso es! Mamma mia! ¡Qué gran idea! ¿Cómo no la pensó antes?

Aquél fue el nacimiento de un gran invento y el único alumbramiento que Guido habría de presenciar en toda su vida. Su preciada red para el cabello cruzó innumerables puertas de cocinas, cientos de entradas de restaurantes, varias fronteras de países e imperceptibles barreras del tiempo.

A partir de ese momento, Guido pudo deleitarse con las mieles del éxito, aunque por un período relativamente corto, pues irónicamente, una fulminante alergia al veneno de una avispa que se enredó en su melena y que después cobraría venganza por el manotazo propinado en su contra, causó su muerte repentina. ¡Menos mal que el final de su existencia le supo dulce!