jueves, 30 de junio de 2011

El sabor de lo perdido


Por: Christiane Garza
Guido lo perdió todo por aquel pasto negro que crecía en su cuero cabelludo y que juró jamás podar, pues el cabello espeso y azabache fue la única herencia que recibió de su fallecida madre, a la que conoció poco antes de su muerte, después de una determinante y exhaustiva búsqueda por su pasado, de casa en casa.
   
A diferencia de sus contemporáneos, que se untaban todo tipo de menjurje con tal de conservar el orgullo masculino sobre sus cabezas, Guido hubiera deseado no haber nacido con esa abundante cabellera. ¿Quién hubiera pensado que en los años mozos, cuando su mata negra era la envidia de todos, después, esa misma selva cobraría venganza para convertirse en el yugo de quien alguna vez llegó a ser uno de los mejores chefs de Italia?

El orfanato di Albisola solo permitía la estancia de menores de dieciséis años, por lo que un día después de su cumpleaños, Guido abandonó sus gastadas instalaciones rumbo a un futuro incierto. Trabajó de carpintero, como limpiador de pipas y hasta de barrendero en una escuela; sin embargo, no fue hasta que sirvió en una relojería con el señor Pompozzi, que conoció las artes culinarias de su fiel esposa.

Pasta, ravioli, calzone, carpaccio…  los condimentos del tomate triturado y el ácido sabor de las aceitunas y alcaparras, se mezclaban en el inexperto paladar de Guido cada vez que la bella donna y su marido lo invitaban a cenar. El placer del incipiente comensal alcanzaba el punto más alto de la curva cuando el templado elíxir de uva fermentada se abría camino en su garganta.

-Mesero, mi lasagna tiene un capelli.-

-Scusa, me parece que lo que usted afirma es prácticamente imposible. Al menos en este ristorante.-

-¡Le digo que hay un pelo en mi comida! Hágame favor de llamar al chef.-

Guido caminaba a pasos lentos, como queriendo que el tiempo se muriera en el trayecto de la cocina a la mesa 5. No era la primera vez que pasaba y por alguna razón, tenía el presentimiento de que ahí acabaría el sueño que un día inició gracias al amable gesto monetario del señor Pompozzi y de su esposa, antes de que ambos decidieran  tomar rumbo hacia Sorrento para adentrarse románticamente en sus profundas aguas y terminar así, juntos, su cansada existencia.

El cliente, al parecer, no tenía un pelo de tonto. Bastó un breve intercambio de palabras y la prueba irrefutable de que uno de los gruesos cabellos de Guido había querido pasarse de listo, para que su ascendente carrera viera, inevitablemente, su fin.

Increíble. Era como si, de pronto, la blanca pulcritud de su delantal se hubiera manchado de tomate; como si las moscas hubieran hecho una fiesta sobre la carne y las legumbres, sin siquiera dignarse a invitarlo. Guido sintió lo mismo que experimentaba cada vez que emprendía una cruenta batalla contra el cochambre, sólo que esta vez no había una espátula que lo defendiera.

La verdadera batalla, ahora, la más importante, no tenía nada que ver con comida, fuego, narices o lenguas, ¡sino con su maldito cabello di merda! Él era el culpable; ¡esa maldita maraña viviente le había dado la espalda! Sabía que todo acabaría si dejaba caer uno de sus hijos suicidas al plato del cliente.

Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué cuando estaba a nada de recibir el Premio Nacional de Cucina, con el que, por primera vez en su vida, cataría el sabor del reconocimiento a otra virtud que no fuera el de la prominente cubierta de su cráneo?

¡Celos! ¡Sí!, la oscura melena no soportaba que algo más ocupara su atención, y con dolo y aires de protagonismo había tirado al blanco con su negro dardo de muerte.

¡Está decidido! Lo siento, capelli; no eres tú, soy yo.

La vieja navaja yacía inmóvil en el cajón junto a su cama. Los vastos árboles color de noche habrían de ser talados y sus esqueletos, enviados al cesto de la basura sin boleto de regreso. A pesar de su inactividad, la fría herramienta permanecía filosa y brillante… tanto, que daba miedo. ¡Era perfecta para la ocasión! Todos los vellos del cuerpo se erizaron en solidaridad con sus crespos colegas del norte; ¡qué trago amargo habrían de pasar en tan sólo unos instantes!

 De pronto, como si el alma de la difunta madre de Guido hubiera regresado a ejercer el poder castrante típico de su rol, que de haber sido posible lo hubiera proyectado en vida, al frustrado chef se le nubló la mente entre tanta cana y tanta arruga.

“Ricordare il tuo passato, ricordare il tuo passato”. Navaja en mano, Guido forcejeaba con su propio “deber ser” para acabar con su cabello, de tajo, tal como lo haría una guillotina sobre un cuello desnudo; sin embargo, su fuerte ascendencia ítalo-turca únicamente le permitió cortar un manojo pequeño. Guido rompió en llanto cuando el telón de su conciencia se abrió para revelar que lo que jamás podría cortar sería su cordón umbilical, aunque sólo hubiera convivido con su madre en su lecho de muerte y aunque ésta estuviera ya tres metros bajo tierra.

El italiano guardó la navaja... suiza, por cierto. Triste, se sentó sobre la cama; desesperanzado. Las manos sudorosas jugueteaban con la única evidencia de su más grande atrevimiento. Impotente, Guido intentaba abstraerse del momento, hilando los cabellos uno a uno. Hilando los cabellos, uno a uno. ¡Eso es! Mamma mia! ¡Qué gran idea! ¿Cómo no la pensó antes?

Aquél fue el nacimiento de un gran invento y el único alumbramiento que Guido habría de presenciar en toda su vida. Su preciada red para el cabello cruzó innumerables puertas de cocinas, cientos de entradas de restaurantes, varias fronteras de países e imperceptibles barreras del tiempo.

A partir de ese momento, Guido pudo deleitarse con las mieles del éxito, aunque por un período relativamente corto, pues irónicamente, una fulminante alergia al veneno de una avispa que se enredó en su melena y que después cobraría venganza por el manotazo propinado en su contra, causó su muerte repentina. ¡Menos mal que el final de su existencia le supo dulce!